Cuerdas: la tensión necesaria para avanzar.

Contar una historia es parecido a caminar sobre una cuerda: se debe mantener la tensión precisa para que no se caigan, pero tampoco revienten. En Cuerdas, escrita por Bárbara Colio y llevada a escena por la compañía Los Tradicionales, esta premisa se cumple en cabalidad.

Peter, Paul y Prince se dirigen a encontrarse con su padre después de 20 años de ausencia. La tensión se manifiesta desde el principio en sus quijadas, en las palabras cortantes, en el filo mismo de su trato, que a ratos amenaza con cortar la cuerda. Los hermanos, cuya vida parece aún marcada por los estragos de haber tenido un padre ausente y una madre incompetente, lidian con sentimientos de angustia, culpa e ira de distintas maneras, conforme sus escasas herramientas se los permiten, ya sea a través del humor, el cinismo, o el perfeccionismo.

Más que avanzar por la cuerda con perfecto equilibrio, estos hermanos parecen estar caminando sobre vidrios rotos, con miedo de lastimarse (a ellos mismos y entre ellos). Por mucho que desean enfocar sus esperanzas en el otro lado de la cuerda (donde encontrarán ¿la felicidad?, ¿plenitud?, ¿algún tipo de satisfacción?), pierden constantemente el equilibrio frente a la distracción del siguiente paso: la pérdida, el miedo a la separación, el peso de llevar una vida insatisfactoria, la sensación de no ser suficiente.

Ya lo dijo Angélica Liddell en Anfaegstelse: «Mi madre nunca me ha querido. Y por eso me convirtió en un monstruo del amor». Y es que Peter, Paul y Prince, aunque se presentan como adultos que han seguido con sus vidas, al reencontrarse vuelven a ser los niños heridos de hace veinte años (que es quizás la razón por la que no conviven seguido). Se enfrentan a una dinámica de familia a la que le urge actualizarse, pero saben que quedará ahí, suspendida en un tiempo y espacio indefinido, incómodo de ver.

Ahora bien, las historias en escena y caminar sobre una cuerda sí tienen una diferencia: en la escena la tensión se debe romper de cuando en cuando. La selección musical, el diseño de iluminación, la dirección de Daniel Derat, el impecable texto y unas actuaciones cómplices y muy bien logradas por parte de Cosme Ceballos, Javier Cano y Víctor Velo nos hacen transitar esta puesta en un vaivén de tensiones entremezcladas con momentos de compasión, ternura y comicidad.